Los relatos más bellos del mundo (IV)
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(Viene de la entrada del 19 de enero de 2019)
Debo confesar que, hasta la fecha, mi conocimiento de William Somerset Maugham, uno de los autores británicos más leídos en la primera mitad del amado siglo XX, se limitaba a Servidumbre humana (1915), novela en dos tomos incluida en una colección de obras maestras de la literatura de la centuria pasada. Aunque dichos títulos han sido uno de los pilares de mi experiencia como lector, descubriéndome a decenas de escritores, lo cierto es que mi idea de Somerset Maugham estaba bastante desdibujada. La lectura de Lluvia, su pieza incluida en Los relatos más bellos del mundo -el primero de los reunidos bajo el epígrafe de Tierras exóticas- ha sido tan halagüeña que aplaudo sin paliativos el talento de su autor.
En el barco que los lleva a Apia, la capital polinesia, el doctor Macphail y su esposa conocen a los Davison, un matrimonio de misioneros estadounidenses, tan puritanos y execrables como cuantos se creyeron llamados a evangelizar a los paganos. Tanto es así que ella, la señora Davison, no solo reprocha la desnudez de los nativos -que visten un taparrabos y poco más-, el mismo baile entre los occidentales le parece una obscenidad. Hasta ahí, se me antojan tan repelentes como Rose Sayer (Katherine Hepburn) tirándole la ginebra a Charlie Allnutt (Humphrey Bogart) en La reina de África (John Huston, 1951). Personajes prototípicos de puro vistos tanto en el cine como en la literatura. Este de Lluvia, se jacta de haber obligado a la policía a cerrar una zona de burdeles en Honolulu. Ello da pie a Somerset Maugham a escribir una de las frases más bonitas de todas las piezas reunidas en Los relatos más bellos del mundo: "Y todos [los buscadores de meretrices] pasaban en silencio, como acosados por una fuerza oculta: el deseo siempre es triste" (pág. 206).
Llegados a Pago Pago con las lluvias, se detecta un caso de viruela en la tripulación. Pese a que ya hay una epidemia por las islas, el barco queda en cuarentena. A falta de un hotel en el lugar, los dos matrimonios se ven obligados a hospedarse en la casa de un comerciante del lugar que alquila habitaciones. Esa también será la suerte de la señorita Thompson, una mujer "ásperamente hermosa". Me descubro ante la forma en que Somerset Maugham nos da a entender que es una prostituta -por las juergas que se corre con los marineros- sin utilizar nunca esa palabra. Se llama Sadie Thompson
Apenas recibe en su cuarto a los primeros marineros, los puritanos reprenden a Sadie. Como ella, en lugar de reprimirse, les insulta y se vuelve más escandalosa, Davison obliga al gobernador a que ordene a la muchacha abandonar la isla con el primer barco que salga de ella. Conminada a la partida por la autoridad, miss Thompson visita a los Davison muy arrepentida. Les suplica que no la obliguen a coger el primer barco que parta ya que el rumbo de éste va a ser San Francisco y allí pesa una orden de arresto sobre ella. El doctor Macphail, que no es un puritano, aunque prefiere callarse ante la vehemencia de los Davison en la salvación de las almas, también intenta interceder por Sadie. Es inútil. El reverendo, al saber que la joven está buscada por la justicia estadounidense, insiste en que se entregue y vaya a la cárcel a cumplir su condena.
Al fin, miss Thompson parece entrar en vereda y el pastor se ofrece a ayudarla a salvar su alma. Puesto a ello, permanece todo el día rezando junto a ella. Su mujer comenta orgullosa a los Macphail, que la magnitud de los esfuerzos del misionero cuando se trata de salvar a una pecadora no conoce límites. Hasta que decide suicidarse cortándose el cuello.
Cuando la viuda Davison regresa a la casa junto a los Macphail, Sadie Thompson, que vuelve a tener el gramófono a todo volumen, le escupe en plena cara. Cuando el doctor Macphail se lo recrimina, ella le reprocha que todos los hombres son iguales. De esta sutil forma, Somerset Maugham nos da a entender que Sadie sedujo al misionero y cuando éste recapacitó en lo que acababa de hacer con la pecadora, se quitó la vida.
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Empero la brevedad de su existencia -sólo vivió los cuarenta y seis años que se fueron entre 1908 y 1954-, Borís Leóntievich Gorbátoff tuvo tiempo de ser uno de los más aplicados representantes del infausto realismo socialista. Calculo que Dos hombres, su pieza incluida en Los relatos más bellos del mundo, debió de merecer tal dignidad en base al interés que, imagino, suscitaron en los años 60 los autores soviéticos tras la muerte de Boris Pasternak (1960). Pero no hay que confundirse Borís Leóntievich Gorbátoff escribió al dictado de quienes venían persiguiendo a Pasternak desde la Gran Purga de 1930; las mismas autoridades soviéticas que, tras el éxito de Doctor Zhivago en su edición italiana (1957), le obligaron a rechazar el Nobel que le fue concedido en el 58.
No me cabe duda de que la expectación que despertó la suerte de Pasternak a este lado del telón de acero, donde fue uno de los primeros disidentes soviéticos conocidos, impulsó ese interés por la literatura soviética, que no hay que confundir con la novela rusa decimonónica, que en traducciones del francés se venía leyendo de antiguo.
Sólo desde este planteamiento puedo llegar a entender la inclusión de la pieza de Gorbátoff -en la imagen precedente- en una selección que dice ser de "los relatos más bellos del mundo". Pero insisto: ha de quedar claro que este autor, merecedor del premio Stalin ni más ni menos, a diferencia de Pasternak, escribía al dictado de El zar rojo. "Siempre se podía elegir", decían los perversos comisarios del pueblo. De ahí que ahora se pueda escribir que Borís Leóntievich Gorbátoff fue cómplice de uno de los estados policiales más sanguinarios del mundo, que, como poco, enviaba a los campos de trabajo siberianos a los autores ajenos al abominable realismo socialista.
A buen seguro perteneciente a las narraciones reunidas en Relatos sobre el Ártico (1937-1938), todos ellos ambientados en el Ártico soviético, Dos hombres es un ejemplo meridiano del realismo socialista. Fechado en 1920, está ambientado en la guerra civil que sucedió a la revolución soviética. Fedor Voronoff, su protagonista, es un cazador del golfo de Yenisei que parte de su aldea hacia Dickson. Le lleva allí saber de uno de sus familiares y tener noticia de si la estación radiotelegráfica del lugar ha sido tomada por los blancos. Viaja en un trineo tirado por siete perros. En un alto en el camino, Vasili Járchenko le pide unirse a él poniendo solo dos perros.
A partir de entonces, todo será el didactismo soviético. Como en una película de Eisenstein. Voronoff es el paladín socialista, Járchenko el villano pequeñoburgués. Cuando al fin llega el temido "tiempo oscuro" -es de suponer que el invierno, que en aquel infierno helado ha de llevarse hasta la luz del sol-, la nieve, inclemente, comienza a caer sobre ellos. Ya inmersos en su odisea, Járchenko resulta ser un cargante que entorpece el viaje y quiere todos los víveres para él. Voronoff, por el contrario, es un tipo abnegado y solidario. Cuando se encuentran a otro viajero que no puede seguir avanzando, no duda en darle toda la carne que les queda, pese al escándalo de Járchenko. Las quejas de éste no serán óbice para que el héroe del pueblo vuelva a sacrificarse por él cuando, por las estupideces del pequeñoburgués, se pierden en los mismos lugares por los que discurrió una de las expediciones de Roal Amundsen. Voronoff le deja para ir a buscar ayuda Dickson, dándole algunos consejos para que no se congele.
Dicho y hecho, una hora después de llegar a Dickson, Voronoff retoma la marcha para ir a buscar a su nefasto compañero de viaje. Confiesa que le aborrece, pero no le abandona hasta que le aseguran en Dickson que va a curarse. Sólo entonces parte en busca de Petujoff, el tipo aquel a quien dio las últimas raciones de carne, que esperaba el regreso de sus compañeros.
La posteridad, que pone a todo y a todos en su sitio, ha hecho justicia a ese apólogo del estalinismo que fue Gorbátoff: ignorado por la historia de la literatura, ni siquiera tiene entrada en Wikipedia.
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Desde luego, no es ése el caso de João Guimarães Rosa, autor de una de las novelas más celebradas de la narrativa brasileña, y por ende latinoamericana, del siglo XX: Gran Sertón: Veredas (1956). A decir de la crítica, una obra emparentada en algunos aspectos con El Quijote (1605), Fausto (1832) y otras grandezas de la literatura universal.
Los hermanos Dagobé, la pieza de Guimarães Rosa traída a esta antología, también está localizada en un pequeño pueblo del sertón. Pero yo no la he encontrado a esa altura a la que ponen a la novela. El autor nos presenta el velatorio de Damastor, el mayor de los hermanos Dagobé, una familia de matones pendencieros. Le ha dado muerte "un don nadie tranquilo y honrado", un tal Liorjorge, cuando Damastor se disponía a cortarle las orejas.
El relato está construido en base a las murmuraciones de los asistentes al velatorio, quienes ya dan por sentado que los tres hermanos que quedan darán muerte a Liorjorge apenas terminen de enterrar a Damastor. Sin embargo, cuando el don nadie se presenta en el entierro de su víctima y le cuenta a los Dagobe que lo mató en defensa propia, éstos deciden abandonar el pueblo sin vengarse en busca de una ciudad más grande.
Será por aquello de que una buena parte de la fuerza de la narrativa de Guimarães Rosa está en su reproducción del lenguaje del sertón, y con la traducción dicho encanto se pierde. Lo cierto es que yo no le he visto la gracia a esta breve pieza. Salvo que dicho atractivo sea el ya manido buenrollismo que, en 1969, fecha del pie de imprenta de Los relatos más bellos del mundo no estaba tan visto.
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A decir verdad, el exotismo de las tierras donde están ambientados los relatos sólo juega un papel determinante en el argumento de Dos hombres -el frío del Ártico condiciona el avatar de los protagonistas- y, en menor medida, en Lluvia: encontrarse en la Polinesia posibilita al misionero su persecución de la prostituta, como no hubiera podido hacer en San Francisco. El supuesto exotismo del resto es apenas un decir. Me explico: para la mayoría de los lectores españoles -yo el primero-, el sertón brasileño es un lugar exótico por el desconocimiento que se tiene de él. Sin embargo, en Los hermanos Dagobé Guimarães Rosa no ofrece descripción alguna del sertón. Prefiere abogar por el perdón antes que por el desquite. Una propuesta tan manida como universal, que bien podría ocurrir en un lugar tan cotidiano como la vuelta de cualquier esquina.
Menos manido, pero igualmente universal -y por lo tanto muy poco exótico- es el asunto de El Crepúsculo del Diablo, del venezolano Rómulo Gallegos -bajo retratado-. Enmarcado en los carnavales de Caracas -que según el anónimo autor de la selección son "casi tan agitados como los de Río"-, su protagonista es Pedro Nolasco, que otrora fue el mejor de cuantos se disfrazaban de diablo en la capital venezolana. Todo un ídolo en su parroquia, Candelaria. Allí la turba le seguía con ese entusiasmo que ponen en el carnaval aquellos para los que esta celebración, sino la única, es una de las pocas alegrías que les depara el año. Todo un ídolo del barrio, sus seguidores eran capaces de ir a pelear junto a él contra los diablos de otras zonas de la ciudad.
Pero la gloria, sea cual sea, siempre se acaba. Así que el Nolasco que nos presenta el autor, ya olvidado por su turba de antaño, se lamenta de que los carnavales hayan cambiado. A la larga, el asunto es el mismo que el de El último (1924), el filme de Murnau protagonizado por el portero de un hotel de lujo -incorporado por Emil Jannings en uno de sus grandes personajes- que, jubilado, echa de menos los días en que abría la puerta. La propuesta es hermosa -un tipo cuyo tiempo ha pasado-, pero su nostalgia está muy vista.
Puede que me haya llamado más la atención la alusión del antólogo al carnaval de Río. Tengo la teoría de que el éxito internacional de Orfeo negro (1959), la película de Marcel Camus dedicada a dicho festejo, hizo que muchos tomavistas pusieran el foco en los cariocas. Por no hablar de la eclosión de la bossa nova, una parte muy importante de la banda sonora de los años 60.
Digamos pues que, cuando Selecciones del Reader's Digest compiló sus relatos más bellos del mundo, el colector de la antología estuvo tan atento a la contemporaneidad del trabajo como a los valores eternos de la literatura.
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Lo malo de las selecciones tan apegadas a su tiempo como esta es que la posteridad, muy a menudo, no hace justicia a los autores incluidos. Frank Roberts, es un ejemplo meridiano a este respecto. Aquí se nos presenta como un prominente periodista deportivo del Sídney de los años 60, que colaboraba en diferentes diarios y revistas de su país, practicaba la crítica televisiva. Sin embargo, en nuestros días, cuesta encontrar la más mínima referencia a él.
El Heredero, el relato de Roberts, es el último de los incluidos bajo el epígrafe de Tierras exóticas y hay en él algo de ese vigor que rezuma la narrativa de Hemingway. Su protagonista es un sujeto que, a consecuencia de una subida de las aguas, se ha quedado aislado en un cerro donde no hay más que un árbol, una oveja y un perro salvaje -un dingo-, que tarde o temprano se la querrá comer.
Tras unas primeras dudas en las que sopesa subirse al árbol, el hombre -consciente de que si la situación persiste la siguiente víctima del can será él- decide salvar a la oveja cuando el perro se abalanza sobre ella. Habiendo dado muerte al dingo con sus propias manos, se sube al árbol con la oveja. Finalmente, cuando el helicóptero de rescate acude a buscarle, rechaza subirse a él porque le impiden hacerlo con la oveja, la última de la región. Prefiere seguir esperando hasta que vaya a recogerle una lancha a la que poder subir con el animal.
(continúa en el asiento del 21 de septiembre de 2019)
Publicado el 23 de abril de 2019 a las 19:45.